miércoles, 28 de agosto de 2013

¡y qué hacer, si no perderme!


 No sé, había que aprender de una vez a hacer las cosas como tenían que ser hechas. Aprender a parar cuando las cosas se deslizaban de los dedos, a poner los límites donde tenían que ser puesto. Había, al fin y al cabo, que pasar página. Y ya no solo por ti, si no por mí. Porque me ahogaba recordando, porque más de una vez creía que si avanzaba, que si seguía escribiendo la hoja, yo misma caería, cesaría mi cuerpo y mis articulaciones se pararían. Ya que si pasar la hoja significada un nuevo libro, no había problema alguno. Creía, bueno, quería creer que este trajín de personas apodado mundo no se reducía a un papel fino, un filtro y tabaco, que había algo jodidamente extraordinario que me estaba esperando para completar mi pecho vacío. Confiaba en que si podía conmigo misma cada noche, con la soledad a mi derecha y compartiendo parte del corazón con la oscuridad, pasar página tampoco podía ser un reto muy difícil. Me perdía tanto entre el Sol de la mañana cada amanecer, que perdía el corazón y me daba por componer. Que tan sola en esa silla los versos parecían más fáciles de exprimir de mi cabeza, ya que la soledad ayuda en gran parte. Ni me atrevía a afinar las cuerdas de la guitarra porque suponía un desafío entre ese instrumento con curvas y yo. Así que estaban las cuatro paredes y la banqueta para ayudar a perderme, a aprender a pasar página. Si tornar el folio implicaba avanzar, ¡adelante!.