martes, 23 de abril de 2013

ya que lo malo también tenía tu peso.


 Era, puede, como sentarse en frente del río, con tus penas, con tus sonrisas, con las notas todas elevadas un tono y con la cabeza tan abajo como el orgullo. Que el balance que tocaba hacer pesaba mas que cualquier perdón, que cualquier 'volvamos a empezar'. Pero daba miedo, miedo que la balanza se inclinara un error más a lo malo, o que ambos lados pesaran lo mismo, que los dos no hiciéramos balance y así explotar, el uno contra el otro. Lo único que de verdad pesaba era nuestro jardín, nuestra casa, nuestra vida. Pesaba el tarro de mermelada casera que con todo nuestro amor rellenábamos cada domingo de forma tan rutinaria, tan inconsciente y, también, el Sol en nuestras butacas en pleno mayo y con sonrisas de complicidad, las noches en las que el alma salía solo para protegerte y abrazarte y para no perderte, para no perdernos. Lo verdadero, lo que valía eran tus cejas despeinadas por la habitación con el primer rayo del día entrelanzándose por las persianas y, por supuesto, valías tu, en todo tu esplendor, en todo tu ser y tu persona, con todas las amenazas de quererme aun más a cada día que pasaba, con todas las veces que leías mis labios y otras tantas que atrapabas mis palabras para hacer de ellas sonrisas, para hacer de ellas palabras de ánimo, de felicidad, ganas de seguir. También pasaban facturas las noches durmiendo en el sofá y no sintiéndote, las cabezas bajas en la mesa del comedor cada mañana temiendo mirar al frente y encontrarme con tu mirada. Pesaban los malos tragos que tanto nos desgastaban pero que tan fuertes nos demostraban que éramos, que podíamos con todo el granizo que cayera sobre nosotros. Todas las voces altas por un simple 'he tenido un mal día en el trabajo' y todas las paredes de la casa que tanto me oían cada noche sumirme en la soledad, con la soledad, al fin y al cabo. Era, puede, mejor que todo eso, eramos mejor que todo, pero nunca lo supimos, ni abrimos los ojos, solo nos desgastábamos el uno al otro como si de algo automático se tratase. Oxidándonos, muriéndonos poquito a poquito. Era, puede, demasiado para mi.

jueves, 18 de abril de 2013

que los que matan se mueran de miedo.



Confío en que a lo mejor el problema siempre fue ese, que no todo lo que pasaba se quedaba aquí, que no todos los recuerdos se atrevían a dejar huella y ni todas las acciones constancia. Que era eso por lo que yo me olvidaba de los buenos días, y también de las tardes, de lo simple de tu sonrisa, de lo bonito de mis palabras. O, a lo mejor, es que la raíz de todo era que yo me no me ordenaba porque, simplemente, no me atrevía a enfrentarme a todos los momentos, a tomar decisiones, a superarte. No sabía como tranquilizarme ni como programarme de tal forma que ordenarse fuera algo automático tampoco como quererme ni odiarme, ya no me conocía. No reconocía mi manicura mordida, ni lo deforme de mis caderas y la cabellera salvaje que, de repente, salía de mi cabeza como para estorbándome a cada paso. Y no existían los arranques por buscarme, por reconocerme, por saber que tal vez podía ser algo digno, algo tan alto como el olmo de nuestro parque allí tan firme, tan sólido y tan seguro. Era que simplemente me limitaba a seguir con todo, con la desdicha que tantas veces compartíamos y que tantas veces nos hizo ser olmos. Era el punteante sonido de tu piano el que me incomodaba y me incitaba a perderme y que, a su vez, no me encontrara. Era yo. Yo, al fin y al cabo.