jueves, 18 de abril de 2013

que los que matan se mueran de miedo.



Confío en que a lo mejor el problema siempre fue ese, que no todo lo que pasaba se quedaba aquí, que no todos los recuerdos se atrevían a dejar huella y ni todas las acciones constancia. Que era eso por lo que yo me olvidaba de los buenos días, y también de las tardes, de lo simple de tu sonrisa, de lo bonito de mis palabras. O, a lo mejor, es que la raíz de todo era que yo me no me ordenaba porque, simplemente, no me atrevía a enfrentarme a todos los momentos, a tomar decisiones, a superarte. No sabía como tranquilizarme ni como programarme de tal forma que ordenarse fuera algo automático tampoco como quererme ni odiarme, ya no me conocía. No reconocía mi manicura mordida, ni lo deforme de mis caderas y la cabellera salvaje que, de repente, salía de mi cabeza como para estorbándome a cada paso. Y no existían los arranques por buscarme, por reconocerme, por saber que tal vez podía ser algo digno, algo tan alto como el olmo de nuestro parque allí tan firme, tan sólido y tan seguro. Era que simplemente me limitaba a seguir con todo, con la desdicha que tantas veces compartíamos y que tantas veces nos hizo ser olmos. Era el punteante sonido de tu piano el que me incomodaba y me incitaba a perderme y que, a su vez, no me encontrara. Era yo. Yo, al fin y al cabo.

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